Últimos días antes de volver a la realidad, ¡madre mía, estos dos meses han pasado volando!
Y antes de dedicar un post a Nerja y a esta experiencia maravillosa, me paso por aquí un ratín para traeros un relato corto que escribí durante la carrera y que me publicaron hace ya unos años en la revista Metas de Enfermería.
Fue una experiencia real que me marcó y que quise quedara reflejada para siempre en este relato. A día de hoy seguramente lo escribiría de otra manera pero me da pena reescribirlo pues en su momento lo sentí asi.
Espero que os guste, próximamente la segunda parte...
¡Besos nerjeños!
Yo estaba en la habitación trece. Lo recuerdo porque en esa habitación habían muerto los últimos tres pacientes que habían ingresado. Los familiares de los
otros pacientes empezaban a hablar de malos farios y malas suertes e incluso se dignaban a mirar a los pacientes que ingresaban con pena, como si aquella
habitación les estuviese condenando a muerte. El señor al que yo estaba atendiendo se estaba muriendo. A los noventa y cuatro años y con cáncer de colon
era su momento. Estaba yo intentando desatracarle el suero porque, como decía su hermana, casi tan vieja como él: “señorita, que el goteo no cae”. Cuando
llegó al control de enfermería y me lo dijo con cara de preocupación recuerdo que pensé: “otra vez. Lo raro sería que las venas le funcionasen bien con esa
edad. Y, ¿qué se cree esa mujer, que ese goteo le va a salvar la vida?” Pero aun así acudí a la llamada.
Mi compañero llegó vestido de verde hasta las calzas, gorro y mascarilla. Tenía la respiración agitada y su nerviosismo le hacía temblar las manos.
-
¡Corre, deja eso!- me ordenó, casi tirando de mi.
-
Pero, ¿qué haces, Carlos?
-
No hay tiempo para explicar, ¡déjalo todo y ven conmigo!
-
Carlos, no puedo irme, mi enfermera…
-
Yo se lo digo, tú deja eso y ven a la zona de quirófanos.
-
Pero…
-
Hazme caso, ¡no te arrepentirás!- aquella sonrisa me picó. Corrí hacia el control, dejé la batea que llevaba en las manos y eché a correr no sin antes anunciar casi a gritos a la auxiliar que me iba a quirófano.
Casi me desnudaba cuando entré en el vestuario de cirujanos. Me vestí con lo primero que encontré, me puse las calzas, el gorro y la mascarilla y salí al
pasillo en el momento que llegaba Carlos. Me agarró de la mano y tiró de mi en dirección al quirófano tres.
-
¿Qué es?- pregunté emocionada. Jamás había visto tal despliegue de médicos, enfermeras, auxiliares y demás profesionales de la medicina hasta aquél día- Pero, ¿qué…?
Dos cirujanos, una enfermera instrumentista y tres circulantes rodeaban un cuerpo tendido en la camilla. En la habitación contigua, casi una docena de
personas también vestidas para operar aguardaban tomando café, leyendo el periódico o charlando.
-
¿Alguien puede cerrar esa puerta?- preguntó el cirujano, volviéndose y encontrándome a mi. Reaccioné ante aquellos ojos duros, rebosantes de concentración, e hice lo que me pidió. El escándalo remitió un poco, el cirujano suspiró y volvió a sus quehaceres. Carlos apareció de la nada con un par de taburetes, colocó uno a un lado del paciente, cercano a su cabeza, me indicó que subiese y él hizo lo propio al otro lado del cuerpo. Reconozco que mis ojos absorbieron la imagen de un abdomen abierto por compelo: reconocí el tan estudiado páncreas, un rosado y reluciente hígado, montones de intestinos desparramados sin control, los picos de unos pulmones que se movían gracias al enorme respirador que estaba a mi lado.
-
El páncreas tiene un aspecto estupendo- aventuró el cirujano más joven.
-
Si, a simple vista- murmuraba mientras el bisturí eléctrico lo devoraba todo, dejando un penetrante olor dulzón a carne quemada-. Vamos a ver la cara posterior- siguió cortando muy poco a poco, tratando de no dañar nada.
-
¿Eso es..?
-
En efecto. Un hematoma. Se ha roto este vaso, ¿lo ves?
-
¿No se puede salvar?- preguntó esperanzado el joven.
-
No, todo esto es tejido necrosado- señaló con el bisturí-. Es una pena, pintaba muy bien.
-
¿Qué le ha pasado?- me aventuré a preguntar. El mismo cirujano de antes me miró como si no hubiese reparado en mi presencia pese a estar a su lado.
-
Se ha caído de un andamio- por primera vez desde que me subí al taburete, miré del tórax hacia arriba. Se trataba de un joven moreno, con una prominente mandíbula y labios carnosos por los que se metía un tubo para que pudiese ventilar. Tenía la nariz hinchada, con una sonda nasogástrica, al igual que los ojos, morados, por los que se habían derramado algunas lágrimas de sangre. Su pelo negro brillante y su piel todavía olían a aftershave. Aquél chico de apenas veintinueve años se había afeitado esa misma mañana antes de salir de casa sin poder siquiera imaginarse que moriría horas después, rodeado de un puñado de extraños buitres carroñeros que le vaciarían entero y que yo lo vería.
-
Le han quitado las córneas- informó el joven-. Nosotros veníamos a por el páncreas, pero…
-
Está inservible- sentenció el experto-. Llama al hospital, nuestra donante tendrá que esperar.
-
Qué putada…!- exasperó mi compañero, sin poder contenerse.
-
Pues si.
-
Confirmado, el páncreas se ha anulado- aseguró el chico por teléfono-. Nosotros recogemos y nos vamos.
-
¿Van a quitarle algo más?- pregunté.
-
Esos dos equipos de escandalosos vienen a por el hígado y el corazón- indicó haciendo referencia a la docena de personas que aguardaban a tan sólo unos metros, charlando y riendo de tonterías-. Puedes decirles que vengan, nosotros hemos terminado.
Soltó los utensilios en la bandeja de la enfermera instrumentista, se quitó los guantes, la mascarilla y la bata con violencia y salió del quirófano, de
mal humor. Si a nadie le gusta perder a un paciente, menos aún perder a dos, pensé.
A continuación, como si de una coreografía ensayada se tratase, los dos equipos que aguardaban en la sala de al lado, invadieron quirófano al tiempo que el
equipo previo se marchaba. Las enfermeras se daban instrucciones unas a otras, así como los auxiliares, mientras los cirujanos se vestían estériles
continuando la misma conversación. Los únicos que permanecimos impasibles fuimos el anestesista, absorto mirando por la ventana, y yo, que no podía más que
mirar al paciente. Pensaba que era muy guapo pese a estar así y que, seguramente, sería un chico muy simpático, con novia y todo lo demás, con una familia
y una vida. Una vida que estaba a punto de llegar a su fin y, lo más terrible, que lo íbamos a provocar nosotros.
Me costaba contener las lágrimas. Revisé cada parcela de su rostro: una cicatriz allí, unas pecas allá, algunas heridas recientes; y tuve verdaderas ganas
de acariciarle, de tocar sus mejillas, de intentar consolarle, de no olvidar que aquél cuerpo al que estábamos despiezando sin piedad era una persona, a
punto de morir, pero todavía persona.
El “Equipo Hígado” rodeó al paciente desde el abdomen hacia abajo mientras que el “Equipo Corazón” se colocó alrededor de su tórax. Levantaron el paño
estéril que cubría su pecho y la imagen que vi entonces me acompañará durante el resto de mi vida. El esternón estaba partido en dos, las costillas se
veían desplazadas hacia los lados y dejaban ver en medio, una cavidad de unos diez por diez donde un enorme corazón rojo y vivo se movía, autónomo, con una
increíble fuerza. El impulso, que nacía en la parte más superior, se extendía por el órgano de arriba abajo. Era más grande de cómo lo había imaginado, de
cómo lo había estudiado, más grueso y más fuerte. Me impresionó tanto el hecho de que algo tan sencillo fuese la balanza entre la vida y la muerte que se
me escapó una risilla tonta. Era tan hermoso, verlo latir, funcionar en su pura esencia, luchando por vencer una muerte anunciada. Durante los meses que
estudiamos el sistema cardio-circulatorio, mi profesor solía hacer referencia a él como “una máquina”, “la máquina de la vida”, pero yo no pude evitar
asemejarlo a una pequeña persona o a un animal. No conozco ninguna máquina que se mueva de la forma en que se movía aquello, aquello estaba vivo, era
autónomo, pese a que no mucho tiempo atrás formaba equipo con los sentimientos, estados de ánimo y físico de aquél muchacho. En aquél momento estaba sólo.
Aquél pequeño ser se enfrentaba en una lucha contra el tiempo, la muerte y un puñado de cirujanos con ansias de carne...
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