Tantarantana tiene algo que trasmite mucho; tiene mucho a través de todos sus algos.
Tantarantana tiene balcones. Muchos. Tantos como historias habitan tras ellos. Gente joven, con niños, miniurbanitas que dan sus primeros pasos en estos adoquines. Gente que llevan en esta calle toda su vida, que podrían contar la historia, la de sus vidas, con la historia del mundo como telón de fondo y la Tantarantana como escenario.
Tiene gente de paso. Extranjeros y nacionales que vienen a hacer fortuna aquí, a buscarse la vida, a cumplir sueños, a hacer posible lo imposible, a tejer su propia historia, a, entre otras cosas, pasar por la calle Tantarantana al menos una vez y a hacerla más bonita.
La Tantarantana tiene mascotas de todo tipo, perros, gatos, vigilantes a través de esos balcones llenos de gente, humana, perruna y gatuna.
En la Tantarantana está el Museo del chocolate. Cuántas calles pueden decir algo igual de chulo?
En la Tantarantana casi siempre corre una ligera brisa que hace de sentarse en sus escalones a ver la gente pasar un hobby al que podría acostumbrarme de por vida. Porque la Tantarantana es vida y la vida en la Tantarantana no es mejor que en otras, pero te da como para sentarte, observar y ver la vida pasar.
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